Libro «Las trece rosas», de Jesús Ferrero. ¿Qué perdieron las trece rosas aquella mañana de agosto de 1939 y por qué representaron de un modo tan definido la dignidad ante el abismo?.

Portada libro «Las trece rosas».

Libros imprescindibles:

-Las trece rosas.

Jesús Ferrero.

«Las trece rosas» ha supuesto para Jesús Ferrero el redescubrimiento de las emociones extremas de la tragedia griega en la España que sucedió al primer holocausto. ¿Qué perdieron las trece rosas aquella mañana de agosto de 1939 y por qué representaron de un modo tan definido la dignidad ante el abismo?

Son los tiempos de la primera posguerra. Trece mujeres, casi todas menores de edad, son detenidas, juzgadas y ajusticiadas. Tras su muerte, empiezan a ser llamadas «Las trece rosas».

Así comienza la leyenda que da cuerpo a esta novela, en la que Jesús Ferrero vuelve a sumergirse en las fuentes de las que surgen los mitos, para dar vida a trece conciencias que parecían normales, y que en muchos aspectos lo eran, pero que encarnaron una terrible paradoja: a la vez que dejaron un rastro imborrable, fueron prácticamente borradas de la historia.

Título libro.

Julia

Se hallaba de pie, al fondo de un andén oscuro y desierto. Su padre aún estaba vivo y trabajaba en aquella estación en la que sólo había un reloj y no tenía agujas. Era el reloj de un tiempo muerto y todo en el andén parecía polvoriento: los bancos, las columnas de hierro, el techo de cristal, el suelo. De vez en cuando pasaban trenes sin control, a veces eran trenes ardiendo.

Su padre, que se hallaba junto a la vía, te decía:

—Ponte mi chaqueta, Julia, que va a hacer mucho frío.

Con esa frase en la cabeza se había despertado. Abrió los ojos y, durante unos instantes, no supo dónde estaba. Miró hacia la derecha. La puerta que veía parecía la de aquel apeadero sin tiempo, pero enseguida se dio cuenta de que era la del armario y de que se hallaba en su cuarto. Respiró con alivio y comprobó que sobre la butaca reposaba la chaqueta de ferroviario que su padre le había regalado antes de morir.

Julia saltó de la cama y se acercó a la ventana. La pequeña calle Galería de Robles se desplegaba entera ante sus ojos y al fondo se veían un carromato y una bicicleta. Los muros ennegrecidos, las farolas rotas, la paloma coja que derivaba por la acera la conducían, más que a su cuarto, a un mundo de precariedad que estimulaba poco la imaginación.

Desde el pasillo llegaban las voces de su hermana y sus sobrinas, que se hallaban de visita. Le extrañaba oír de pronto las voces tan lejos, y pensó que debía de ser un efecto del sueño que había tenido con su padre. Julia esperó a que las voces se alejasen todavía más para deslizarse hasta cuarto de baño, donde se estuvo aseando antes de poner las bragas y el sujetador, cuya blancura contrastaba con piel morena.

Luego se miró al espejo y esbozó una mueca burlona. Tenía la cara redonda y casi cobriza. La clase de cara que acaba siendo el marco perfecto para las sonrisas abiertas. Antes de la guerra, Julia había frecuentado el Círculo de Cuatro Caminos, a cuyo coro pertenecía, y durante la guerra había trabajado de enfermera y de cobradora de tranvía. También había participado en varios certámenes populares como esgrimista, y no se le daba mal el florete. Ahora se limitaba a coser en casa, siempre atenta a los vendavales que estaba recorriendo la ciudad.

Mientras se rociaba el cuello con agua de lavanda, Julia volvió a sentirse extraña ante el espejo, y se preguntó por qué. Poco después, llamaron a la puerta. Abrió su hermana Trinidad.

Dos hombres aparecieron ante ella. El más robusto de los dos llevaba un traje de invierno y sudaba. El otro, delgado y pálido, fumaba un cigarrillo muy aromático. El Pálido dijo:

—¿Está Julia?

Trinidad negó con la cabeza. Fue entonces cuando apareció Julia en el pasillo, con la chaqueta de su padre en la mano.

—Acompáñanos —dijo el Pálido, mirando a las hermanas con paciencia—. No te preocupes, en un par de días estarás en casa. Es sólo un trámite.

Medía hora después, Julia ya se hallaba en la comisaría de la calle Segovia. Allí la tuvieron toda la noche incomunicada. A la mañana siguiente, la condujeron a un despacho donde la aguardaba un hombre de bigote fino y mirada resbaladiza, que la estuvo interrogando un buen rato y que al hablar emitía un silbido mareante.

Ese mismo día falleció una de sus hermanas y la dejaron salir.

Habituada a la penumbra de la celda, la luz del día la hería en los ojos cuando llegó a la Galería de Robles. Sus familiares la recibieron como a una resucitada, entre llantos y murmuraciones vagas que la sumergían en un universo sin consistencia. La casa estaba iluminada con velas y las sombras se agrandaban en los pasillos, haciéndole creer que había pasado de un purgatorio a otro, casi sin transición.

Acostumbrada como estaba al rumor de la comisaría y a su interminable sucesión de ecos, oía las voces de sus familiares de otra manera, y a veces creía que eran las sombras del pasillo las que formulaban juicios terribles sobre la muerte y la vida mientras su hermana yacía en una caja ordinaria pintada con nogalina.

Julia besó a su hermana y luego salió al pasillo y se echó a llorar.

—Que no venga nadie al entierro… Sólo los familiares —exclamó.

Su hermana Trinidad, que estaba a su lado, le preguntó por qué.

—Me han dejado salir porque piensan que a través de mí pueden marcar a más gente…

Trinidad difundió enseguida la orden y ninguno de sus amigos acudió al cementerio.

Concluida la ceremonia, Julia regresó a comisaría donde fue sometida a nuevos interrogatorios.

Entre sesión y sesión, solía pensar en su hermana muerta. Sólo cinco personas habían ido al entierro. Las suficientes para cargar con el ataúd. Mejor, pensó. Un muerto no necesita más compañía. Su amiga Blanca le hubiese dicho eso. A un entierro basta con que acuda un buen amigo, en representación de todos los buenos amigos que pudieron ser y no fueron. A veces basta con que asista un perro…

Descarga. 144 páginas:

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