Los horrores nazis «Una mujer en Birkenau», libro de la resistente polaca Seweryna Szmaglewska, editado en 1945. Descarga.

Portada del libro.

Lecturas imprescindibles:

-Una mujer en Birkenau

Seweryna Szmaglewska

En 1942, Seweryna Szmaglewska, miembro de la resistencia polaca, fue arrestada y conducida al campo de Auschwitz-Birkenau a la edad de 22 años. Estuvo recluida hasta enero de 1945. El 18 de julio de ese mismo año concluía Una mujer en Birkenau, que se publicaría unas semanas después, convirtiéndose en el primer gran testimonio de una superviviente de un campo de concentración nazi.

Introducción:

En los hornos crematorios de Oświȩcim y Birkenau se incineraron, hasta el 18 de enero de 1945, los cadáveres de casi cinco millones de personas.

De esta cifra, más de tres millones eran judíos, que murieron en las cámaras de gas o a causa de epidemias, y el resto arios. Entre los muertos, había polacos detenidos por la Gestapo o capturados por su participación en el levantamiento de Varsovia, rusos, yugoslavos, checos, holandeses, franceses, belgas, italianos, ucranianos, estonios, delincuentes comunes alemanes, niños de diferentes nacionalidades, algunos de ellos nacidos en el propio campo, y también gitanos, que recibieron el mismo trato que los judíos: los enviaron a todos, hombres, mujeres y niños, a las cámaras de gas. Conocemos estos datos por el testimonio de quienes trabajaban en el Departamento Político de Oświȩcim durante el desmantelamiento del campo.

Mi prolongada estancia en Birkenau (1942-1945) y la variedad de trabajos que me tocó hacer en el campo me permitieron adentrarme en sus numerosos misterios. Los propios prisioneros realizaban las misiones más secretas. Por sus manos, dispuestas siempre a ejecutar con diligencia cualquier orden que recibieran, pasaban los libros en los que se inscribía a los vivos y también aquéllos en los que se anotaban los nombres de quienes iban directamente del tren a la muerte sin ser censados ni tatuados.

Ante el increíble caos reinante y la imposibilidad de verificar la identidad de las miles de personas que vivían o habían muerto en el campo, las autoridades del campo decidieron identificar a los prisioneros con un tatuaje. Al adoptar esta medida, cometieron un gran error táctico. Hoy es posible comprobar de forma visible qué porcentaje tan exiguo de los prisioneros de Oświȩcim quedó con vida. Aunque destruyeran los documentos y nos obligaran a arrojar al fuego carros enteros de Todesmeldungen (certificados de defunción), nos basta conocer el número final de registro para calcular cuántas personas murieron en Oświȩcim. Cientos de miles de personas entraron en el Lager. ¿Dónde están ahora? Apenas varios miles consiguieron salir de él con vida. Los alemanes no sospechaban que, con el tiempo, aquellos números estampados en los brazos de los prisioneros se convertirían en documentos. Al tatuar a los prisioneros, plantaron en la tierra miles, decenas de miles, centenares de miles de pruebas vivientes. ¿Qué ocurriría si los convocáramos una vez más para un recuento general? ¿Y si intentáramos colocarlos en filas de a cinco para averiguar cuántos quedaron? Sé que el resultado sería deprimente. Nos presentaríamos sólo unos pocos, unos cuantos documentos vivos de aquella tragedia, algunos eslabones aislados de aquella kilométrica cadena humana, a los que un capricho del destino salvó de la muerte.

Hoy los barracones de Oświȩcim y Birkenau están vacíos. El azar impidió que el plan para desmantelar urgentemente el campo se completase. Dicho plan preveía borrar todas las huellas de Birkenau, el sector más mortífero de Oświȩcim. Si la hierba hubiese cubierto el solar donde están los barracones y crematorios, habría sido más fácil ocultar lo ocurrido ante los ojos de Europa y del mundo entero. Pero no ocurrió así. El Ejército rojo avanzó como la pólvora a un ritmo inesperadamente rápido, que pilló por sorpresa a las autoridades del campo.

En la actualidad es posible determinar con exactitud en qué lugares se derramó más sangre (aunque, en realidad, no quedó un palmo de tierra incruento). En 1944 se cultivaron huertas, se plantaron flores y se organizaron conciertos, pero nada de eso pudo borrar de nuestra memoria las imágenes monstruosas de los cadáveres desnudos apilados delante de los barracones. Tampoco se pueden eliminar los recuerdos de las selecciones, tras las cuales se llevaban a los ancianos, los enfermos, y los inválidos al bloque 25, el bloque de la muerte. Es imposible olvidar a los enfermos de tifus y de disentería tirados en el fango, que agonizaban durante horas, porque su agonía duró demasiado tiempo. Los recuentos diarios tras el toque de diana nos decían demasiado explícitamente qué porcentaje exiguo de los prisioneros permanecía aún con vida.

Morían artistas, personas con talento, genios, personalidades del pasado y otras que lo hubiesen sido en el futuro. Desde esa multitud de muertos, desde esa terrible hecatombe, desde cada par de ojos a punto de cerrarse se alzaba una petición silenciosa, la última voluntad de los que agonizaban. Esa voluntad se quedó grabada en la memoria de los que quedaron con vida, hizo vibrar sus corazones, era tan fuerte que parecía capaz de arrancar las alambradas, de atravesar las puertas para gritarle al mundo lo que allí estaba pasando; parecía que ese grito lograría llegar a los países libres, a las naciones que aman la libertad.

Pocos sobrevivimos a Oświȩcim. Cuando en aquellos memorables días de enero de 1945 se abrieron las puertas de par en par y salieron de ellas apresuradamente miles de personas bajo una escolta férrea, cuando en el camino Oświȩcim – Gross-Rosen se formó una procesión de varios kilómetros compuesta por unos miserables encorvados por la fatiga, y cuando esta procesión ocupó por completo los caminos de Silesia, dejando por doquier sobre la nieve la figura negra de algún prisionero rematado por un SS, los silesios de las ciudades y pueblos cercanos se detenían sorprendidos. Se echaban las manos a la cabeza y hacían la señal de la cruz sobre las siluetas lejanas de los prisioneros; eso sí, desde los umbrales de sus casas, sin atreverse a acercarse al siniestro camino.

¡No puede ser! —decían—. ¿Acaso había tantas personas en Oświȩcim? ¡Es increíble!

A los prisioneros les estaba prohibido pronunciar una sola palabra, así que no podían detenerse para gritarles:

¡No es increíble! Al contrario, lo que veis es sólo una mínima parte de los que estábamos en Oświȩcim. Éramos muchos más. Somos tan sólo un puñado, algunos de los supervivientes. A la mayoría de los que permanecían con vida se los llevaron el último año al interior de Alemania.

Hoy, mientras escribo estas palabras, avanzan sin cesar por las más recónditas carreteras de Deutschland, de Alemania, los fatigados pies de mis compañeros que hacen el camino de vuelta.

Marchan sin cesar. Sus pasos, trabajosos y cansados, se hacen oír entre el rumor de la vida, entre el silencio de la soledad.

Mi historia abarca sólo un fragmento de lo que fue la gigantesca máquina mortífera de Oświȩcim. Pretendo relatar tan sólo hechos vividos u observados directamente por mí. Los acontecimientos que describo tuvieron lugar en Birkenau (Oświȩcim II). Quiero dejar claro que no pretendo aumentar en nada la relevancia de los hechos ni modificarlos con fines propagandísticos. Hay acontecimientos que no es preciso exagerar. Podría mantener cada detalle de lo que aquí relato ante los tribunales correspondientes.

Este testimonio es fruto de la experiencia y de las observaciones de una sola persona. Son una gota de agua en un océano enorme e inconmensurable.

Sin duda, hablarán otras personas que también sobrevivieron al campo. Hablarán, asimismo, los supervivientes de muchos otros campos.

Pero la mayoría jamás volverá, jamás hablará…

Título libro de Szmaglewska.

463 páginas

Descarga:

https://drive.google.com/file/d/1LzQpbczsXs_7B1grbsoMlvm60K-ymLjt/view?ts=653fa919

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