Eduardo Galeano: Los cursos de la Facultad de Impunidades. Y cómo desprestigiar tantas y tantas cosas.

Dibujo. Burguesía se ríe contemplando una ciudad destruida.

Repasando la historia:

-Los cursos de la Facultad de Impunidades

Eduardo Galeano

Este centro universitario, cosa rara, no es privilegio de pocos. La Facultad de Impunidades abarca la realidad entera, y a ella asisten todos los jóvenes latinoamericanos, ricos y pobres, ilustrados y analfabetos. La realidad dicta los cursos prácticos. De la teoría se encarga la televisión.

*Cómo desprestigiar a la democracia

La eficacia pedagógica está fuera de duda. Las clases que enseñan la impunidad de los políticos, por ejemplo, están logrando, aceleradamente, la despolitización masiva de la muchachada. Si la siembra del desaliento continúa a este ritmo, pronto se logrará que nadie crea en nadie. El caso más instructivo, en esta materia, es el de Carlos Menem, que llegó a la presidencia de Argentina con el 46 por ciento de los votos. Al día siguiente, Menem hizo suyo el programa del Álvaro Alsogaray, que había obtenido el 6 por ciento, y desde entonces Menem está realizando todo lo contrario de lo que había prometido. Esta usurpación de la voluntad colectiva está contribuyendo en gran forma al desprestigio de la democracia, en un país donde ella nunca ha sido muy frecuente y en una sociedad abrumada por el peso tradicional del ejército y la Iglesia.

La Facultad de Impunidades instruye en la falta de escrúpulos y educa en la irresponsabilidad moral. En ocasiones, las estadísticas ilustran sus cursos. Los numeritos acompañan, por ejemplo, a la materia que se ocupa de las relaciones entre la economía y la política en las democracias recién nacidas, o renacidas, en toda América Latina. La economía es cada vez más antidemocrática, mientras la gente pasa del entusiasmo a la desesperanza y más de un defraudado identifica a la democracia con el fraude. Los gobiernos civiles están continuando y multiplicando, impunemente, la política económica neoliberal, mercado libre, dinero libre, que habían impuesto las dictaduras militares. Los resultados están a la vista. Nunca había sido tan evidente la contradicción entre la democracia política y la dictadura social. Y a la vista están los últimos datos de las Naciones Unidas sobre la década de los ochenta: según la CEPAL, organismo técnico regional, cuatro de cada diez latinoamericanos «viven en estado de miseria absoluta». Ellos no tienen el destino escrito en los astros: lo tienen escrito en el sistema de poder.

La trampa del hambre y la trampa del consumo operan con impunidad, y así se va abriendo la brecha que separa a trampeados de tramposos: cada vez hay más distancia entre la inmensa mayoría que necesita mucho más de lo que consume y la mínima minoría que consume mucho más de los que necesita.

*Cómo desprestigiar al Estado

Otra materia de la Facultad de Impunidades trata de los políticos y el Estado. Los mismos políticos que impunemente han exprimido al Estado hasta la última gota, han descubierto ahora que el Estado es inútil y merece ser arrojado a la basura. A lo largo de muchos años, ellos han convertido los derechos de los ciudadanos en favores del poder, han puesto al público al servicio del servicio público y han hecho del Estado un laberinto lleno de parásitos que deambulan hacia ninguna parte. Seguramente Franz Kafka hubiera cambiado de tema si hubiera conocido a la burocracia latinoamericana, en estos países nuestros donde de día falta agua y de noche falta luz, los teléfonos no funcionan, las cartas no llegan y los expedientes tienen hijos.

Y ahora, los políticos tradicionales que hicieron al enfermo, nos venden el hospital: devueltos al gobierno tras el ocaso de las dictaduras militares, ellos entonan salmos a la gloria del dinero libre y sacrifican, en los altares del mercado, a las empresas públicas.

Impunidad de los dueños del mundo. Hágase la voluntad de los países ricos, aunque los países ricos son ricos precisamente porque predican la libertad económica pero no la practican. Nuestra buena conducta se mide por la puntualidad en los pagos y la capacidad de obediencia. Los acreedores golpean la mesa y nuestros gobiernos civiles humillan la cabeza y juran que van a privatizarlo todo. Los numerito prueban que en América Latina la libertad del dinero favorece su evasión, no su inversión, y que así la especulación se ría de la producción y la economía se convierte en una ruleta; pero las trompetas anuncian al capital privado como si fuera un rescate del Quinto de Caballería.

Nuestros gobiernos quieren privatizarlo todo, sí, y empiezan por poner la bandera de remate a los sectores clave de la soberanía nacional: las comunicaciones, la energía, el transporte. Privatizarlo todo, y de ser posible también los hospitales y las escuelas y los cementerios y las cárceles y los zoológicos. Todo, menos las Fuerzas Armadas, que casualmente son las que se llevan la parte del león de los sueldos y gastos de cada presupuesto público. En el nuevo Estado, Estado de la Seguridad Nacional, la burocracia militar es sagrada. Y si no, ¿quién va a ocuparse del «costo social» de los «programas de ajuste»? La impunidad del dinero, que en nuestras tierras mata por hambre o bala, exige que el Estado benefactor deje paso al Estado juez y gendarme: juez vulnerable al soborno y amenaza, implacable gendarme de los pobres.

Dibujo. Manos ajenas tapan ojos y boca de una persona.

*Cómo desprestigiar a la justicia

La impunidad militar es el más intensivo de los cursos de la Facultad de Impunidades. El acelerado desprestigio del poder civil, en toda América Latina, da la medida de sus éxitos.

Este curso está centrado en la aceptación de la ley del más fuerte como ley natural. Calumniando a la selva, la cultura urbana llama «ley de la selva» a la ley que rige nuestra civilizada vida. En el vértigo de la competencia, en la lucha por el dinero y el poder, la economía de mercado y el orden imperial confirman, cada día, la moral militar: la humillación es el destino que merecen los débiles: los países débiles, las empresas débiles, los gobiernos débiles, las personas débiles.

Las dictaduras militares, que en años recientes nos ensuciaron de mugre y miedo, han dejado a la democracia una doble hipoteca. Los gobiernos civiles han aceptado, sin chistar, esa herencia maldita: el pago de sus deudas y el olvido de sus crímenes. Ahora todos trabajamos para pagar los intereses y vivimos en estado de amnesia.

Las deudas militares, que los gobiernos civiles han socializado, ¿han servido para financiar obras de desarrollo? La usina nuclear de Angra dos Reis, en Brasil, es un buen ejemplo: costó varios miles de millones de dólares, ni se sabe cuántos, y no da más luz que una luciérnaga. Y la absolución del terrorismo militar y paramilitar, que los gobiernos civiles han dispuesto, ¿han servido para consolidar la democracia? ¿O más bien han servido para legalizar la prepotencia, para estimular la violencia y para identificar a la justicia con la venganza o la locura? Somos todos iguales ante la ley, dice la Constitución; pero nuestras Constituciones, obras de ficción de tendencia surrealista y mediocre estilo, ignoran que en este mundo la justicia es, como la democracia y el bienestar, un privilegio de los países ricos.

La deuda militar, traducida en abrumadora deuda externa, no es el precio del desarrollo. La deuda militar es el precio del terror; y la impunidad nos impide saberlo, porque nos prohíbe recordarlo. Nuestros profesores en la materia han superado a Freud. Para salvar sus exámenes, hay que repetir esta lección: la desmemoria indica buena salud.

*Cómo desprestigiar la vida humana

A este paso, América Latina va en camino de convertirse en un vasto criadero de Frankensteins; y Colombia nos brinda un ejemplo de alarmante fecundidad.

Desde hace años, en Colombia, el poder enseña que el crimen paga. A la sombra del poder, y por él alimentadas, han crecido las bandas paramilitares que vienen lloviendo muerte sobre el país. La prensa internacional atribuye toda la culpa a los narcotraficantes y a los guerrilleros; pero la violencia es más bien hija de la Doctrina de Seguridad Nacional, que instrumenta a los ejércitos para matar compatriotas. En todo caso, el dinero de los mafiosos de la cocaína no se consideraba sucio mientras servía para la limpieza de rojos; y de las 75 matanzas que ocurrieron en 1988, carnicerías que bañaron a Colombia en sangre, apenas cinco fueron obra directa de los narcos. Con el pretexto de los grupos de auto-defensa contra los secuestros de la guerrilla, los Escuadrones de la Muerte nacieron, crecieron y se multiplicaron, impunemente, a lo largo de mucho tiempo. Impunemente, el ejército participó; impunemente, el gobierno toleró. En 1983, el Procurador General de la Nación acusó a 59 militares y policías, integrantes de una banda responsable de más de cien asesinatos y desapariciones. La justicia militar se hizo cargo del asunto: nunca más se supo. En 1988, los asesinatos de políticos, sindicalistas e intelectuales de izquierda sumaron siete veces más víctimas que los enfrentamientos entre la guerrilla y el ejército. Ese año, los obreros de la industria del cemento hicieron una huelga, y no fue por salarios: exigían al gobierno que les permitiera armarse. Doce de sus dirigentes habían sido asesinados. Ante las denuncias de Amnesty International, el Ministerio de Defensa contestó con una lista de torturadores militares que habían sufrido sanción. El Ministerio no mencionaba la sanción, que consistía en 48 horas de arresto simple.

Hoy Colombia está peor que Chicago en los años de Al Capone y la ley seca. Tres candidatos a la presidencia han caído, acribillados, en ocho meses. Un precoz egresado de la Facultad de Impunidades, un niño de quince años salido de los suburbios de Medellín, asesinó al jefe de Izquierda Unida, Bernardo Jaramillo, a cambio de 650 dólares. Normalmente, se cobra mucho menos. Como en el corrido mexicano, la vida no vale nada. La gente muere de plomonía y en las ciencias sociales han surgido nuevos especialistas, los violentólogos, que intentan descifrar lo que ocurre. Algunos se limitan a confirmar una antigua certeza del sistema: además de ser burros y haraganes, los pobres son violentos, si han nacido en Colombia. Otros, en cambio, se niegan a creer que los colombianos lleven la marca de la violencia en la frente. No es asunto de genes: esta violencia es hija del miedo, esta tragedia es hija de la impunidad.

Dibujo. Capitalistas exprimiendo a un obrero.

*Cómo desprestigiar la soberanía nacional

Como todas nuestras fuerzas armadas, los militares colombianos obedecen a una potencia extranjera, a través de la Junta Interamericana de Defensa; y ese deber de obediencia está por encima de la jurada lealtad a su propia nación. La potencia extranjera dominante los adiestra en las artes de la impunidad, transmitiéndoles un know-how de altísimo nivel y probada experiencia.

El último espectáculo público en la materia, la invasión de Panamá, tuvo un éxito clamoroso. Esta operación, destinada a capturar a un agente de la CIA que había sido infiel a la empresa, costó cuatro mil muertos y siete mil millones de dólares en daños, pero casi todas las víctimas eran pobres y pobres eran los barrios arrasados, de modo que el mundo entero no tuvo mayor dificultad en encogerse de hombros y dejar hacer. Con la más absoluta impunidad, los Estados Unidos han impuesto un nuevo administrador del canal de Panamá, para evitar que se cumplan los tratados, y un nuevo presidente del país. El nuevo presidente, el gordísimo Endara, se dedica a hacer huelgas de hambre protestando porque Roma no paga traidores, mientras Panamá sufre impunemente la cotidiana humillación de la ocupación extranjera.

* * *

Desde su casa matriz, y a través de muchas sucursales, la Facultad de Impunidades nos induce a desquerernos y a descreernos. Sus profesores nos invitan a olvidar el pasado para que no seamos capaces de recordar el futuro. Y así, cada día nos enseñan la resignación. Cada día aprendemos a resignarnos para poder sobrevivir. Pero hace poco, en una pared de un barrio de la ciudad de Lima, un alumno rebelde escribió: «No queremos sobrevivir. Queremos vivir». Él hablaba por muchos.

(1990)

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