Conocer a Vladimir Maiakovski, el poeta de la revolución de Octubre. «Donde muera, moriré cantando». «La barca del amor ha varado en la vulgaridad».

Foto. Maiakovski.

Maiakovski: el poeta de la Revolución de Octubre

Juan Manuel Olarieta, El Otro País.

La Inquisición ya no quema los libros. Tampoco es necesario porque la literatura revolucionaria permanece
silenciada y oculta; ni se traduce, ni se edita, ni se difunde. Entre tanto, los libros-basura inundan los escaparates
de las librerías, los kioskos y los grandes almacenes. Afortunadamente en este país se lee muy poco, porque hay
muy poco que merezca la pena ser leído… Más que desconocido u olvidado, Vladimir Maiakovski es un escritor maldito, el penúltimo de una estirpe genial, al que sólo el tiempo esculpirá para la inmortalidad, a la altura de los más grandes. Más de cien años después, para él, que fue estandarte del futurismo, el futuro no ha llegado aún.
Maiakovski nació en 1893 en Georgia, hijo de un guarda forestal que no le pudo procurar una formación escolar.
Hasta los 14 años las montañas forjan su carácter indómito y escarpado, al tiempo que le funden con las luchas
que desatan los campesinos caucásicos, sometidos al cruel oprobio zarista. Como todos, el poeta nació marcado y su maduración intelectual no hará más que verbalizar esa absoluta identificación con los explotados.
Tenaz, pacientemente, labra en su interior el venero de su inmensa capacidad lírica. Es un autodidacta:

Yo aprendí a leer en los rótulos,
hojeando páginas de hierro y hojalata

Su verso es un torrente expresivo; las estrofas le brotan a chorros una tras otra hasta formar una riada de
poemas brillantes, majestuosos y, al tiempo, llenos de sinceridad y pasión.
En 1906, al morir su padre, se traslada con toda su familia a Moscú, donde aún humean los rescoldos de la
revolución frustrada del año anterior. Vende sus poemas por los cafés, y al tiempo lucha, agita, se organiza y,
como todo buen escritor, es encarcelado varias veces.
En 1910 intenta el rumbo de la pintura, donde conoce a Burliuk, quien le descubre como poeta genial. Son ambos
amigos los que inician en la Rusia prerrevolucionaria el movimiento futurista, que adopta unos ademanes de
ruptura absoluta con el clasicismo en todas las expresiones artísticas. Para demostrarlo, se visten
estrafalariamente y, a falta de “tatoo” y “piercing”, Maiakovski se enfunda la bata amarilla de los campesinos
georgianos que él acabaría popularizando en el mundo entero. En la alineación futurista rusa están los mayores
intelectuales de la época, empezando por Eisenstein y continuando por Meyerhold. Como toda tribu urbana que se precie, tiene sus propios bares para reunirse, decorados con un estilo propio, lugar de discusiones y ágora ideal para escupir poemas irreverentes.
Desde ese mismo momento a Maiakovski le persigue una contradicción que muy pocos aún han podido atisbar
siquiera: cómo enraizar esas refinadas formas artísticas en la conciencia popular, cómo llevar la cultura a las
masas. Maiakovski lo intentó bajo el capitalismo y luego bajo el socialismo, pero la contradicción entre el trabajo
manual y el intelectual reventaba siempre por todas las costuras:

Yo he escrito todo esto para vosotros,
pobres ratas.
Pero yo no tengo pechos
con los que poder amamantaros como una buena nodriza.

Hacía falta tiempo pero, de momento, en ese esfuerzo titánico Maiakovski nos ha legado lecciones imborrables que sin duda futuras experiencias tendrán en cuenta. No se avino nunca a rebajar ni un ápice sus pretensiones estéticas, pero su esfuerzo por llegar al alma de los obreros, los campesinos y todo el pueblo trabajador, tampoco declinó. Lo intenta de todas las maneras posibles, desde el circo a los fuegos artificiales, pasando por los títeres, las fanfarrias y las más arraigadas tradiciones populares rusas, que el trató de fundir con el “music-hall” y las “varietés”.
Quizá el georgiano genial pensó, deslumbrado por la técnica, que las máquinas, por sí mismas resolverían tan
intrincado problema. Él, un montañés asilvestrado, debió quedar seducido, a su llegada a Moscú, por las luces, los tranvías, los rótulos publicitarios y las fábricas. Era un admirador de los planes quinquenales, en lo que veía el modo de traer ese futuro con el que soñaba. Pero lamentablemente, como muchos en la Unión Soviética, cayó en la propia trampa del progreso: el socialismo no eran sólo obras faraónicas, pantanos gigantescos y ferrocarriles interminables, las fuerzas productivas en suma, sino los soviets, las relaciones de producción, la cultura.
Se fascinaba tanto con Lenin como con Einstein, llevando al teatro una curiosa deriva de la teoría de la relatividad del físico alemán, una máquina del tiempo parlante que en su obra “Los baños” abre la era del “teatro-ficción”.
La maldita contradicción no tenía solución posible, pero la tendría algún día, con ayuda de algunos artilugios técnicos. Por eso el georgiano sigue atentamente los progresos de la ciencia y se extasía ante los primeros planes quinquenales. Entre las nuevas tecnologías capaces de revolucionar la cultura está el cine. Maiakovski no sólo escribió guiones de cine (“Pero no por dinero”), sino que interpretó alguna película y sus dotes como actor no eran despreciables.
Pero otras veces el poeta se engañará negando la contradicción entre el trabajo manual y el trabajo intelectual,
porque los escritores también son obreros:

Los poetas pulimos las almas
con la gubia de nuestros versos

En medio de la duda llega Octubre, una explosión de libertad, y por tanto de alegría. La revolución era
imprescindible para atar los cabos del dilema; sin duda era necesaria, tanto para los obreros como para los
mejores intelectuales rusos. La cuestión estaba en si era suficiente, si bastaba por sí misma para fundirlos, para
crear ese “Ejército de las Artes” del que hablaba el poeta.
Maiakovski pensó que sí, que su momento había llegado, que Lenin y sus bolcheviques eran el futuro que él tanto había esperado, y fue de los primeros, con Blok y Meyerhold en suscribir el llamamiento de Lunatcharski a los intelectuales en apoyo de la revolución. El clasicismo era el pasado; la revolución no sólo sería el futuro sino que sería futurista. Y si las masas salen a la calle, Maiakovski sale con ellas; lee sus poemas en las fábricas, en los cuarteles rojos, en las manifestaciones. Recita sus versos con su voz profunda, grave y atronadora, llamando a las masas a quebrar los últimos baluartes de la reacción, del oscurantismo. El poeta dice que Octubre también es una explosión de color y llama a los pintores a acabar con las ciudades grises y a pintar sus barrios de colores.
No ha habido otro poeta más dotado para la consigna y el panfleto, que él elevó a la categoría de arte imperecedero. Esa capacidad de sintetizar, de congelar el momento y de resumirlo en la frase genial, en la metáfora brillante capaz de arraigar en millones de trabajadores hambrientos a la vez.
Ante la escasez de papel para imprimir periódicos, Maiakovski se une a la ROSTA, la agencia de noticias, para dibujar carteles y exprimir las noticias diarias en breves murales, verdadero anticipo de los “dazibaos” de la revolución cultural china, que inserta en los escaparates vacíos de las calles de las urbes rusas.
Pero (la revolución también tiene sus “peros”) Maiakosvki advierte muy pronto que falta algo y escribe su poema
premonitorio «Es demasiado pronto para alegrarnos». El poeta georgiano es un insatisfecho permanente, un
perfeccionista: lo quiere todo, y eso es justo, pero lo quiere ya, y eso es imposible. La revolución suelta las ligaduras y desata un proceso irreversible, pero hay otras fuerzas que también empujan en direcciones diversas, obligando a buscar recodos, describir sutiles meandros y difíciles ciabogas. En su poema Maiakovski redacta un feroz llamamiento a destruir el clasicismo, el academicismo y los museos que los albergaban: “Habéis disparado contra los generales blancos; disparad ahora contra los generales clásicos”, propone el poeta y Lunatcharski, Ministro de Cultura, le replica en una carta a Meyerhold con unas sabias líneas, llenas de sentido común: «Resulta más fácil destruir una vieja cultura que edificar una nueva. Los obreros no han tenido todavía ocasión de conocer eso que vosotros llamáis cultura clásica, y si la destruimos, es posible que un día pudieran muy bien pedirnos cuentas por ello».
Seguramente Maiakovski estaba alarmado por los estragos de la NEP, que parecen advertirse en su drama “La chinche”. La burguesía parecía reverdecer nuevamente y con ella esas “bandadas de pequeñeces que desgarran el corazón”, la diaria mezquindad que él tanto detestaba.
Ninguna cultura se supera con su destrucción, y menos con su eliminación física, sino sólo a través de la confrontación dialéctica, la crítica… y la participación del pueblo. Marx no había destruido a Ricardo ni a Hegel; por el contrario, extrajo todo su jugo al pensamiento burgués más avanzado de su tiempo para mejor aplastar a la burguesía como clase. La revolución debía continuar con otra revolución. La lucha de clases no se agotaba con Octubre; en realidad no había hecho más que empezar. Podían cambiar las formas; quizá no bastaba una mera insurrección sino una “guerra popular prolongada” de largo aliento para barrer los viejos hábitos culturales. Los planes quinquenales poco podían hacer en ese sentido: eran necesarios también los soviets.Hacía falta tiempo, pero el caucasiano era un impaciente. El 16 de marzo se había estrenaba en el teatro Meyerhold su obra «El baño». Pocos días antes del estreno Vladimir Yermilov, presidente de la Asociación de Escritores Proletarios, publicó un artículo en «Pravda» afirmando que la obra del georgiano calumniaba a la clase obrera soviética. En respuesta, el día del estreno, Maiakovski puso un cartel contestando a Yermilov, replicando que resultaría imposible bañar a todos los burócratas a la vez, porque no habría suficiente jabón y baños para ello, aparte de que contaban con el apoyo de Yermilov. La Asociación le ordena a Maiakovski quitar el cartel, y éste obedece.
Dos días antes de quitarse la vida, en su carta despidiéndose de la vida, dirigida «A todos» Maiakovski alude al
incidente y advierte por dos veces que no se puede culpar a nadie de su suicidio: «No vale enumerar dolores,
desgracias, ofensas mutuas». Reitera que ese no es el método, como ya había escrito tras el suicidio de Esenin:

En esta hora del mundo
en que nos encontramos,
lo difícil no es morir,
sino seguir viviendo
y luchando.

Pero su caso -añade- es diferente: él no es realmente importante. Se despide de todos, incluidos sus camaradas
de la Asociación de Escritores Proletarios, y a Yermilov le dice que no debió ceder: «Debí haber reñido hasta el fin».
Pero sobre todo, en esa sencilla y terrible despedida dice: «La barca del amor ha varado en la vulgaridad». Esta es la clave de su muerte.
El 14 de abril de 1930, Maiakovski se pegaba un tiro en el corazón en su casa de la calle Lubianski en Moscú. Su
carta de despedida desacredita los intentos de enfrentar a Maiakovski con el régimen soviético que él defendió
hasta el fin. Los enemigos que él ridiculizaba estaban ciertamente emboscados en las mismas entrañas de ese
régimen (hasta el punto que, como ahora sabemos, acabaron imponiéndose bastante después). A él como a
muchos otros revolucionarios podemos reprocharles que dejaran de reñir, que arrojaran la toalla, que siguieran el camino fácil de la muerte para que “los otros” medraran.
La temática de Maiakovski es reiterativa: la parálisis de la revolución y, más específicamente, la persistente
influencia del clasicismo en el arte que, en su criterio, va ligada a la anterior. Le resultaba incomprensible esa
inercia formal de la cultura que se advertía en el mismo Lenin, un rendido admirador de Pushkin, el más grande
entre los generales clásicos que Maiakovski tanto detestaba. Él no comprendía que los bolcheviques no asaltaran
también esos palacios de invierno ideológicos en los que la burguesía aún estaba atrincherada. Sin duda la
revolución cultural era la más difícil de todas. Pisaban un campo colectivizado, manejaban herramientas
socializadas, pero la cabeza aún estaba encadenada a las formas estéticas burguesas, y a él eso le resultaba
insoportable.
A modo de homenaje, podemos cantar con él un poema premonitorio en el que se autodefinía:

Donde muera
moriré cantando.
En el tugurio que caiga

que soy digno de yacer
con los que cayeron con la bandera roja.
Pero, por lo que mueras
la muerte es la muerte.

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