Juan García Martín, sobre el fin de las Revoluciones bonitas y el Socialismo del siglo XXI. Una revolución es una insurrección, es un acto de violencia mediante el cual una clase derroca a otra.

Foto. Juan García Martín, con el puño alzado.

Juan García Martín. Preso político del PCE(r)

En artículo de opinión en el periódico ‘El Otro País’, n.º 90.

¡Adiós, Revoluciones bonitas!

«Hacer la revolución no es ofrecer un banquete ni escribir una obra ni pintar un cuadro o hacer un bordado; no puede ser tan elegante, tan pausada y fina, tan apacible, amable, cortés, moderada y magnánima. Una revolución es una insurrección, es un acto de violencia mediante el cual una clase derroca a otra”. Mao ZeDong

Hablemos del terror… o, para tranquilidad de timoratos y censores, de lo que políticamente se llama dictadura de una clase revolucionaria tras la toma del poder. Vaya por delante que eso del “terror revolucionario” ya lo puso ampliamente en marcha la burguesía cuando era joven y emprendedora, cortando cabezas de reyes, nobles y hasta correligionarios “tibios”. Desde entonces quedó establecido en el manual del buen revolucionario que tras la toma del poder político era necesario un periodo de enérgica y violenta defensa de dicha revolución frente a las rabiosas y desesperadas arremetidas de las clases desposeídas, caducas y reaccionarias.

Naturalmente, la burguesía victoriosa (y le llevó algunos siglos y mucha sangre imponerse a escala mundial) aprendió muy pronto que lo que ella le había hecho a la nobleza podrían hacérselo a ella algún día; en consecuencia, procedió a armarse hasta los dientes, a derrochar crueldad disuasoria, a cortar vías institucionales por las que pudiera colarse el topo revolucionario y a estrechar lazos con los demás países de su calaña para que si alguno cayera en manos de la horda roja, todos acudieran en su ayuda para revertir la situación. Cualquier revolucionario mínimamente serio debería tener muy en cuenta al formidable y despiadado enemigo que tenía enfrente si quería triunfar.

Pero la Historia siguió su curso dialéctico y, bien por vía insurreccional, bien por medio de un invento fabuloso que es la guerrilla, la nueva clase revolucionaria, el proletariado, logró imponerse por primera vez a la burguesía, como ocurrió en Rusia, o ponerse a la cabeza de revoluciones democrático-populares (China, Vietnam, Cuba…) que desalojaron a las viejas clases feudales o parasitarias. Y también, como aplicados alumnos de los revolucionarios que les precedieron, desencadenaron el “terror rojo” contra los enemigos internos y externos de sus respectivas revoluciones ante el espanto de los reaccionarios de los demás países capitalistas y de sus acólitos “de izquierda” pacatos y reformistas.

Fue sobre todo la URSS dirigida por el PCUS de Stalin quien recibió el fuego propagandístico e ideológico más feroz y cargado de mentiras; ¡qué terrible y abominable aparecía eso de «la dictadura del proletariado»! Los “crímenes del estalinismo” empezaron a multiplicarse hasta el punto de no saber si en la URSS quedó alguna vida más allá de los muros del Kremlin o los “gulag”… salvo ¡oh, milagro! que aparecieron millones de soviéticos dispuestos a liberar a la humanidad del nazi-fascismo.

No por ello la burguesía imperialista, ya con los EEUU a su cabeza, y sus aliados y agentes más o menos “rojillos” cesaron en su matraca sobre los “excesos” revolucionarios, la falta de libertad, el autoritarismo, etc. que se daba, según ellos, en un campo socialista que ya abarcaba a más de un tercio de la humanidad. Fue en este estercolero ideológico creado por el occidente capitalista en el que chapoteaban oportunistas de todos los pelajes (socialdemócratas, trotskistas, revisionistas, eurocomunistas, etc.) donde florecieron tesis como «el tránsito pacífico al socialismo», el «socialismo democrático», «el fin de la lucha de clases en el socialismo» y otras tantas parecidas que conformaron el ideario del moderno reformismo-revisionismo.

Dibujo. (una escavadora arrastra al pueblo)

Curiosamente, fue en el último país de Latinoamérica donde triunfó una revolución encabezada por un movimiento guerrillero, la Nicaragua sandinista, donde sus dirigentes empezaron a aplicar las nuevas recetas “no autoritarias” para defender su revolución, haciendo gala de un pacifismo suicida. Surgió así el concepto de «revolución bonita», un precedente de lo que más tarde se ha conocido como «el socialismo del siglo XXI», un compendio actualizado de todas las tesis oportunistas y reformistas. Según sus apologistas, seguramente contagiados por el auge literario del «realismo mágico», Latinoamérica y hasta el mundo entero se convertirían en socialistas sin necesidad de disparar un solo tiro ni, sobre todo, reproducir los “horrores estalinistas”. Naturalmente, los sandinistas acabaron perdiendo el poder, pero ¡cuánta poesía quedó para la posteridad! ¡qué preciosos relatos se escribieron! Hasta un Premio Cervantes le han dado a uno de aquellos dirigentes.

Después de Nicaragua no se puede decir que haya habido en Latinoamérica más revoluciones democrático-populares, aunque sí ascensos por vías parlamentarias de gobiernos “de izquierda”, aprovechando que el Tío Sam estaba muy atareado preparando sus próximas derrotas en Oriente Medio. Fueron los casos de Ecuador, Bolivia, Brasil, Uruguay… Claro, en cuanto los yanquis han vuelto de aquellas latitudes exóticas con el rabo entre las piernas, se están volcando en poner orden en su “patio trasero”, cosa que están logrando sin mucho esfuerzo, que todo hay que decirlo, para estupor de los apóstoles del «socialismo del siglo XXI». La “izquierda bonita” y sus “bonitas revoluciones” se han topado de bruces con la dura realidad.

Como recoge Mao en la cita que encabeza este artículo, una Revolución es cualquier cosa menos bonita; podemos añadir que es sangrienta, violenta, excesiva siempre y a veces hasta “sucia”; en definitiva, un proceso a la altura de los elevados objetivos a lograr y del destructivo y despiadado enemigo imperialista que hay que derrocar, primero, y liquidar después de manera definitiva. Y si no son así las cosas, o no estamos ante una verdadera Revolución o se renuncia de antemano al triunfo.

¡Eh, eh!, que te has olvidado de Venezuela, me dirá algún lector avispado… Pues no, querido lector, por si no te habías dado cuenta, en realidad llevo hablando de Venezuela y su Revolución Bolivariana desde la primera línea. A diferencia de otros países de la zona con gobiernos “de izquierda”, en Venezuela sí ha habido y sigue habiendo un proceso de revolución nacional-popular (¡que no socialista! Por favor, releeros “Del socialismo utópico al socialismo científico” de F. Engels) que, entre otras cosas, está afectando sensiblemente a los intereses imperialistas y los de su servil oligarquía venezolana, por no insistir en las relaciones que se estaban estableciendo a escala internacional con potencias exteriores a la región como Rusia o China. Era cuestión de tiempo que EEUU y sus aliados volcaran contra este país todo su potencial económico, político, propagandístico, de infiltración y militar para intentar acabar con esa experiencia revolucionaria.

Dibujo. (manos tocan una estrella roja por encima de alambradas)

Y qué nos dicen ahora los inventores del “socialismo del siglo XXI” acerca de cómo defenderse de tal ofensiva contrarrevolucionaria, más allá de hacer aspavientos sobre la maldad de lo que siguen llamando “neoliberalismo”; ¿qué clase de ayuda internacionalista efectiva le pueden prestar cuando su desidia y legalismo ha favorecido que Venezuela esté hoy rodeada de gobiernos reaccionarios? Estos sesudos analistas ni siquiera pueden alegar ignorancia o sorpresa cuando en Venezuela están aplicando la misma estrategia que contra el Chile de Allende. ¿No ha aprendido nada la izquierda latinoamericana desde entonces? ¿Seguimos la senda de “las revoluciones bonitas” o aprendemos de la URSS, China, o la Cuba de Fidel y el Che?

La Venezuela bolivariana vive momentos cruciales; se enfrenta a amenazas que van a poner a prueba su resolución y saber revolucionarios, amenazas a las que habrá que responder pronto, con audacia y vista larga, recogiendo la experiencia acumulada por otras revoluciones, lejana de “bienpensantes” llenos de suficiencia intelectualoide e hinchados de fariseísmo reformista. En definitiva, ponerse a la altura del desastre que los yanquis y sus lacayos de la oligarquía venezolana le están preparando. Porque estos últimos no se van a andar con lindezas ni florituras “humanistas”, sino que vienen cargados de ganas de revancha y de dar un escarmiento en toda la región. El futuro que le tienen preparado al pueblo venezolano lo vemos en Irak, Siria o Libia; y en cuanto a Maduro y los demás dirigentes bolivarianos ni siquiera les espera el destino de Correa (exilio) o Lula (cárcel), sino más bien el de Sadam o Gadafi.

Una vez más estamos comprobando en la práctica que ni se puede jugar a hacer la Revolución ni con ella dedicarse a hacer ejercicios de estética; para hacerla, primero, y defenderla, después, hay que tomárselo muy en serio y estar dispuesto a hacer lo que sea necesario para llevarla hasta sus últimas consecuencias y para hacer frente a un enemigo tan poderoso como el imperialismo. Es verdad que en este transcurrir se pueden perder, y se han perdido, batallas, pero también es la única forma de ganar la guerra; como no se puede ganar nunca es con “revoluciones bonitas”: es condenarse a una muerte lenta, agónica y segura.

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