Lo que la Encyclopedie decía en 1751 / Carlos III sabía muy bien a quien robar con impuestos / La negación de la historia de Haití por sus opresores.

Portada Encyclopedie. 1751.

Repasando la historia:

De Eduardo Galeano

-Aventuras de la razón en tiempos de cerrazón

Veintisiete volúmenes.

La cifra no impresiona mucho, si se tienen en cuenta los setecientos cuarenta y cinco volúmenes de la enciclopedia china, publicada pocos años antes.

Pero la enciclopedia francesa, l ‘Encyclopédie, marcó con su sello el Siglo de las Luces, que de alguna manera le debe su nombre. El Papa de Roma mandó quemarla y dictó la excomunión de quien tuviera algún ejemplar de obra tan blasfema. Los autores, Diderot, D’Alembert, Jaucourt, Rousseau, Voitaire y unos cuantos más, arriesgaron o padecieron cárcel y exilio para que su gran trabajo colectivo pudiera influir, como influyó, sobre la historia siguiente de las naciones europeas.

Dos siglos y medio después, esta invitación a pensar sigue resultando asombrosa. Algunas definiciones, entresacadas de sus páginas:

Autoridad: Ningún hombre ha recibido de la naturaleza el derecho de mandar sobre otros.

Censura: No hay nada más peligroso para la fe, que hacerla depender de una opinión humana.

Clítoris: Centro del placer sexual de la mujer.

Cortesano: Se aplica a quienes han sido colocados entre los reyes y la verdad, con el fin de impedir que la verdad llegue a los reyes.

Hombre: El hombre no vale nada sin la tierra. La tierra no vale nada sin el hombre.

Inquisición: Moctezuma fue condenado por sacrificar prisioneros a sus dioses. ¿Qué habría dicho si hubiera visto alguna vez un auto de fe?

Esclavitud: Comercio odioso, contra la ley natural, en el que unos hombres compran y venden a otros como si fueran animales.

Orgasmo: ¿Existe algo que merezca tanto ser logrado

Usura: Los judíos no practicaban la usura. Fue la opresión cristiana la que forzó a los judíos a convertirse en prestamistas.

Cuadro. Carlos III de Borbón.

La despreciable mano humana

En 1783, el rey de España Carlos III decretó que los oficios manuales no eran deshonrosos.

Hasta entonces, no merecían el trato de don quienes hubieran vivido o vivieran del trabajo de sus manos, ni quienes tuvieran padre, madre o abuelos dedicados a oficios bajos y viles.

Desempeñaban oficios bajos y viles

los que trabajaban la tierra,

los que trabajaban la piedra,

los que trabajaban la madera,

los que vendían al por menor,

los sastres, los barberos, los especieros y los zapateros.

Estos seres degradados pagaban impuestos.

En cambio, estaban exentos de impuestos

los militares,

los nobles

y los curas.

Cuadro. Revuelta de esclavos en Haití.

La maldición blanca

Los esclavos negros de Haití propinaron tremenda paliza al ejército de Napoleón Bonaparte; y en 1804 la bandera de los libres se alzó sobre las ruinas.

Pero Haití fue, desde el pique, un país arrasado. En los altares de las plantaciones francesas de azúcar se habían inmolado tierras y brazos, y las calamidades de la guerra habían exterminado a la tercera parte de la población.

El nacimiento de la independencia y la muerte de la esclavitud, hazañas negras, fueron humillaciones imperdonables para los blancos dueños del mundo.

Dieciocho generales de Napoleón habían sido enterrados en la isla rebelde. La nueva nación, parida en sangre, nació condenada al bloqueo y a la soledad: nadie le compraba, nadie le vendía, nadie la reconocía. Por haber sido infiel al amo colonial, Haití fue obligada a pagar a Francia una indemnización gigantesca. Esa expiación del pecado de la dignidad, que estuvo pagando durante cerca de un siglo y medio, fue el precio que Francia le impuso para su reconocimiento diplomático.

Nadie más la reconoció. Tampoco la Gran Colombia de Simón Bolívar, aunque él le debía todo. Barcos, armas y soldados le había dado Haití, con la sola condición de que liberara a los esclavos, una idea que al Libertador no se le había ocurrido. Después, cuando Bolívar triunfó en su guerra de independencia, se negó a invitar a Haití al congreso de las nuevas naciones americanas.

Haití siguió siendo la leprosa de las Américas.

Thomas Jefferson había advertido, desde el principio, que había que confinar la peste en esa isla, porque de allí provenía el mal ejemplo.

La peste, el mal ejemplo: desobediencia, caos, violencia. En Carolina del Sur, la ley permitía encarcelar a cualquier marinero negro, mientras su barco estuviera en puerto, por el riesgo de que pudiera contagiar la fiebre antiesclavista que amenazaba a todas las Américas. En Brasil, esa fiebre se llamaba haitianismo.

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