La represión: el ADN del franquismo español. (y 2). Lectura imprescindible para el verano… luego no digas que no sabías…

Con frase sobre el exterminio franquista, dibujo de Castelao. «Todo pol-a Patria, a relixión e a familia» (fascistas se van tras asesinar y violar).

LA REPRESIÓN: EL ADN DEL FRANQUISMO ESPAÑOL (1 de 2)

Las víctimas de la represión franquista

Es necesario que, más allá de las cifras globales de la represión, hagamos un esfuerzo por recuperar a las personas que hay detrás de ellas y a sus trayectorias y proyectos. Debemos personalizar los estudios sobre la represión, ya que detrás de cada número hay una persona, sus familiares, su círculo de amistades, sus vecinos, sus compañeros de trabajo y, sobre todo, está el trazo que ha marcado su vida hasta el momento de su represión y los proyectos que no podrá realizar.

La radiografía sociológica de los ejecutados por la represión franquista nos permite conocer los sectores sociales más afectados. Los represaliados por el franquismo fueron, fundamentalmente, hombres adultos de entre 20 y 40 años (la franja de edad de buena parte de los elementos más activos de las organizaciones políticas, sindicales y sociales republicanas). Las dos terceras partes eran hombres casados y una tercera parte solteros (28%). Los porcentajes más altos de represión se produjeron en los municipios medianos y pequeños (de menos de 4.000 habitantes), allí donde los conflictos políticos, sociales y personales eran de difícil separación. La mitad de ellos eran campesinos pobres (rabassers, aparceros y arrendatarios y pequeños propietarios), una tercera parte trabajadores (obreros cualificados, peones, jornaleros, menestrales, …). El resto formaba parte de las clases medias (profesionales, pequeños empresarios y comerciantes, funcionarios, maestros). Campesinos y trabajadores asalariados, representan las tres cuartas partes de los represaliados. Hombres jóvenes pertenecientes a las clases populares urbanas y rurales. De manera que hay un claro matiz de clase en la represión franquista.

Cuáles eran sus proyectos, sus trayectorias, su militancia, . Pues bien, los dos colectivos político-sindicales que padecieron con más fuerza la represión franquista fueron el republicano, integrado por los partidos republicanos, nacionalistas y las organizaciones campesinas (un 40% de los represaliados); y el anarcosindicalista, integrado por el sindicato fabril de la CNT, la Federación Anarquista Ibérica y las Juventudes Libertarias (un 39%). A continuación, y a una cierta distancia, el colectivo socialista-comunista, integrado por los partidos comunistas y socialistas y por el sindicato de la UGT (un 16,5%). Finalmente, hay que destacar que buena parte de los represaliados por el franquismo habían ocupado cargos de responsabilidad en los ayuntamientos, sindicatos, cooperativas y otras organizaciones políticas, sociales y culturales. Es decir, se trataba de militantes y activistas políticos, culturales, sociales y sindicales, lo que añade valor cualitativo a la represión y eficacia en el desmantelamiento de la red asociativa democrática y social.

De manera que, si bien es cierto que la represión franquista tuvo un carácter general y que ningún rincón del país, ningún sector de la sociedad, ningún grupo de edad y ninguna ideología mínimamente democrática se escapó a ella, también lo es, como hemos visto, que hubo sectores y zonas del país más duramente castigadas que otras. Y esa dureza represiva estuvo condicionada por tres factores: la voluntad explícita de exterminar al enemigo y hacer tabla rasa con el pasado republicano, la aplicación de la jurisdicción militar, y las dinámicas políticas locales, con sus odios y venganzas personales y familiares, hábilmente manipuladas por las jerarquías locales del régimen franquista y los sectores más conservadores.

Foto de fusilamientos.

Las características de la represión franquista

Es necesario, también, conocer la naturaleza de la violencia represiva del franquismo. Porque, tal y como hemos comentado anteriormente, para los generales golpistas y su séquito militar y civil, la represión no fue ni un castigo, ni una respuesta a la violencia de los otros, sino que, por un lado fue instrumento de intimidación para impedir cualquier resistencia y, por el otro, una depuración del entramado social de la República.

Por lo que hace a la intimidación, uno de sus aspectos esenciales es su carácter irracional e imprevisible, destinado a paralizar por completo a los contrincantes, a los enemigos políticos (demócratas, liberales, socialistas, anarquistas, comunistas, masones, …). Este tipo de violencia formaba parte del proyecto mismo de los militares como un elemento constitutivo. En sus instrucciones iniciales, el general Mola había escrito: «La acción insurreccional ha de ser en extremo violenta para reducir lo antes posible al enemigo, que es fuerte y bien organizado. Desde luego serán encarcelados todos los directivos de los partidos políticos, sociedades o sindicatos no afectos al Movimiento, aplicándoles castigos ejemplares a dichos individuos para estrangular los movimientos de rebeldía o huelgas». Y en uno de sus primeros decretos decía: «Serán pasados por las armas, en trámite de juicio sumarísimo (…), cuantos se opongan al triunfo del expresado Movimiento salvador de España». Y eso mismo siguió manteniendo en público mediante sus charlas por radio Castilla de Burgos. El 31 de julio de 1936 afirmó: ‘Yo podría aprovechar nuestras circunstancias favorables para ofrecer una transacción a los enemigos; pero no quiero. Quiero derrotarlos para imponerles mi voluntad, y para aniquilarlos».

Al sur del país, en Andalucía, el general Queipo de Llano seguía la misma línea y advertía que en caso de huelga o abandono del servicio, «serán pasados por las armas inmediatamente todas las personas que compongan la directiva del gremio y además un número igual de individuos de éste discrecionalmente elegidos». Queipo afirmaba sin tapujos que el Alzamiento fascista era un «movimiento depurador del pueblo español». Ideas amplificadas por los medios de comunicación afines, como el periódico ABC de Sevilla, que el 1 de noviembre de 1936 animaba a seguir con la vesania sanguinaria: «repitamos ahora las palabras pronunciadas tantas veces por el ilustre general Queipo de Llano: del diccionario de España tienen que desaparecer las palabras perdón y amnistía». En este mismo momento, el Delegado de Orden Público en Sevilla decía: «Aquí en treinta años no hay quien se mueva». Mientras tanto, en Sevilla se desplegaba una feroz represión con más de tres mil ejecutados en seis meses.

Estamos hablando del terror oficial, para definirlo de alguna manera; del legitimado y aceptado desde arriba. Pero a este se le suma desde el inicio, un terror salvaje e indiscriminado desde abajo, donde se mezclan venganzas personales, la ambición por las tierras y bienes de los otros y todo tipo de miserias humanas. Es la primera etapa de los «paseos» y las «sacas», en que la gente desaparece en una cuneta de carretera o en la tapia de un cementerio, en que hay actuaciones individuales, totalmente al margen de cualquier ley, tribunal o norma. Pero este terror individual forma parte del plan global y aparece con la plena y total tolerancia de los jefes militares. En el caso de Orense, estudiado por Julio Prada, se puede ver que, si bien la represión «paralegal» de los paseos y las «sacas» la practican individuos particulares, a menudo falangistas, no se debe excluir la responsabilidad de los militares, que podían controlar la situación, si querían.

El terror llamémosle legal era tan salvaje e irracional como el ilegal. Un terror que se iniciaba desde la cima del poder franquista, con el mismo Franco que firmaba con indiferencia los «enterados» de las condenas a muerte dictadas en los Sumarios militares de Urgencia. El general Millán Astray nos explica como el Caudillo «escuchaba atento e inmóvil el relato de cada sentencia» que le leía el teniente coronel jurídico Lorenzo Martínez Fuset. La inmensa mayoría de las veces decidía dar el enterado a la sentencia y, por tanto, aprobar la ejecución, «cosas de trámite», decía. Limitándose a señalar si estas se debían ejecutar a «garrote», a «pelotón» o a «garrote con prensa». La represión debía ser dura, porque la República y el espíritu republicano, democrático, había calado profundamente en el pueblo español. La Segunda República española había significado una oportunidad única para modernizar el país, consolidar la democracia y mejorar la situación de las clases populares, tradicionalmente marginadas de la vida política, cultural y económica. Por ello obtuvo un gran soporte por parte de las clases bajas (trabajadores y campesinos) y de las clases medias (profesionales, artesanos, funcionarios…). Siguiendo una larga trayectoria que se había iniciado a finales del siglo XIX, durante la República se consolidaron el movimiento obrero y campesino, las organizaciones republicanas y de izquierdas (socialistas, comunistas y anarquistas), los movimientos nacionalistas y las asociaciones culturales de todo tipo. De manera que un potente y participativo movimiento republicano (reformista y revolucionario) se fue consolidando e impulsando reformas sociales, económicas y políticas, entre las cuales debemos destacar la igualdad de derechos de las mujeres, el acceso a la educación pública y gratuita para toda la población y la reforma agraria. Reformas que no aceptaron de buen grado ni los propietarios y empresarios, ni la jerarquía eclesiástica, ni los generales africanistas, ni los sectores conservadores, en general, del país. Y que, como venía siendo costumbre en España, confiaron en que un golpe de Estado acabaría una vez más con todo ello, pero esta vez se encontraron con una mayor resistencia de las clases populares y las organizaciones republicanas, lo que acabó provocando una larga guerra civil (1936-1939).

Paseando a mujeres republicanas con el pelo rapado.

¿Dos violencias y una historia común?

El régimen franquista ha pretendido justificar su violencia represiva como una respuesta a la violencia de sus enemigos durante la guerra civil (violencia azul, contra violencia roja), pero está muy claro que aquella había sido planificada previamente y que su objetivo era destruir la amplia trama social republicana, que cuestionaba los privilegios económicos, sociales, culturales y políticos de una minoría de la sociedad española. Lo podemos comprobar analizando lo que pasó en aquellos lugares donde los franquistas controlaron la situación desde el primer momento, y donde no se había manifestado ningún tipo de violencia republicana durante los años anteriores al golpe de Estado. En Burgos hubo unas 2.500 víctimas de la represión franquista, se trataba de campesinos, jornaleros y trabajadores cualificados. En Segovia, donde nunca había pasado nada que pudiese hacer pensar en una amenaza revolucionaria, se han documentado 358 muertes, la mayoría de las cuales, 200, son ejecuciones ilegales, sin juicio ni garantía.

Hay otras poblaciones que habían estado inicialmente en la zona republicana y en que no se había producido ninguna violencia, sin embargo la represión franquista será igual de feroz. Es el caso de Zafra (Extremadura), donde hasta el día que entraron la tropas franquistas (el 7 de agosto del 1936) no se había producido ningún asesinato; pues bien, «cerca de dos centenares de personas, de ideas republicanas e izquierdistas, murieron asesinados por pelotones de fusilamiento». En Cantalpino (Salamanca) no se habían registrado incidentes antes de la guerra, pero los derechistas mataron a 22 hombres y una mujer, además de violar a varias muchachas.

Podemos señalar otra diferencia substancial entre las dos violencias, y es que en el territorio republicano, tanto la Generalitat de Catalunya, como el gobierno republicano, intentaron desde el primer día poner fin a los asesinatos en la retaguardia republicana, y nunca justificaron estos, al contrario. Además, los abusos que se producían en la retaguardia republicana fueron denunciados por algunos republicanos, como el dirigente anarcosindicalista Joan Peiró, quien lo pagó siendo entregado por los alemanes a Franco y fusilado por orden de este, por negarse a colaborar con los sindicatos fascistas.

En cambio, la violencia represiva en el territorio franquista fue impulsada, dirigida y protegida desde el mismo Estado, por parte de los dirigentes del golpe de Estado, primero, y por los dirigentes de los partidos políticos que le dieron apoyo. Lo reconoce Francisco Partaloa, fiscal del Tribunal Supremo, que abandonó el Madrid republicano en 1936 y que regresó en 1939 a instancias de Queipo de Llano. Partaola manifestó al historiador Ronald Fraser: «tuve la oportunidad de ser testigo de la represión en ambas zonas. En la nacionalista era planificada, metódica, fría. Como no se fiaban de la gente, las autoridades imponían su voluntad por medio del terror. Para ello cometieron atrocidades. En la zona del Frente Popular también se cometieron atrocidades. En eso ambas zonas se parecían, pero la diferencia reside en que en la zona republicana los crímenes los perpetró una gente apasionada, no las autoridades. Estas trataban siempre de impedirlos. […]. No fue así en la zona nacionalista. Allí fusilaron a más gente, estaba organizado científicamente». Nos lo confirma el fascista conde Ciano, cuñado de Mussolini, que viajó a España el mes de julio de 1939 y manifestó que los prisioneros «no son prisioneros de guerra sino esclavos de guerra» y que aún se fusila en grandes números: «tan solo en Madrid, entre 200 y 250 al día, en Barcelona, 150; en Sevilla, una ciudad que nunca estuvo en manos de los republicanos, 80».

Por otra parte, determinados historiadores han interpretado dicha violencia y represión como parte del carácter español, «bravío» «caliente» «espontáneo» y de la división de las dos Españas. Pero estas interpretaciones no resisten un mínimo análisis histórico. Es cierto que durante el siglo XIX hubo una larga confrontación entre las propuestas de cambio y las de continuidad que dieron lugar a una serie de seis guerras civiles y a continuados exilios de los perdedores de ellas. Pero no es cierto que las dos propuestas fueran iguales, la apuesta por el cambio era integradora, la apuesta por la continuidad era excluyente. De hecho, la represión franquista tiene mucho que ver con la mayor represión del siglo XIX, especialmente con la restauración absolutista de Fernando VII en 1823 y la Ominosa Década (1823-1833). No se trata, pues, de un supuesto carácter general o congénito español, sino de una política de exclusión que vienen practicando los sectores reaccionarios del país desde el siglo XIX.

La idea de que la represión era equiparable a una operación quirúrgica, dolorosa, pero necesaria para «salvar» al enfermo, la sociedad en este caso, hacía que esta fuera perfectamente asumible y justificable para los fascistas. Lo podemos comprobar en las prácticas del psiquiatra militar, Antonio Vallejo Nájera, que dedujo de sus estudios sobre los prisioneros republicanos que los «rojos» eran inferiores intelectualmente, individuos degenerados, y las «rojas» eran, además de degeneradas «feas y bajas». Vallejo Nájera es el inspirador intelectual del gran negocio de los niños robados por el franquismo, en el cual unos 30.000 niños y niñas fueron separados de sus madres y entregados a personas afines al régimen franquista. Unas prácticas que las dictaduras chilenas y argentinas repetirían.

Foto. Niños haciendo el saludo fascista.

Una represión total

Desde la proclamación de la Segunda República española en 1931 y, especialmente, desde los hechos revolucionarios de 1934, los sectores conservadores y las clases dominantes del Estado español se proponen acabar de una vez por todas con las ansias democráticas e igualitarias de una parte importante de la sociedad española y que cuestiona su poder, ejercido casi de manera continua y exclusiva a lo largo de los siglos XIX y XX. De hecho en los juicios militares sumarísimos, se buscan responsabilidades desde 1934.

Una vez eliminados (ejecutados o en el exilio) los principales cuadros republicanos, la prisión es vista como un sistema de «reeducación» que debía facilitar la sumisión a las reglas que regían fuera de la cárcel. Pero la represión fue más allá del espacio concentracionario, la sociedad entera fue espacio de represión. De una represión social y cotidiana sobre aquellos vencidos no encarcelados y de la cual desconocemos muchos aspectos. Los partidarios de la República que se quedaron en sus pueblos, villas o ciudades, padecieron la humillación y la delación, en la cual a menudo se mezclaban cuestiones políticas, sociales y personales: despidos del trabajo, desahucios de las tierras y de las casas, negación de los vales de racionamiento, obligación de prostituirse, rapadas de cabello, expropiaciones y requisas, obligación de trabajar sin cobrar, etc. Algunos tuvieron que callar para siempre y ser objeto de las burlas, las estafas y los malos tratos de palabra y de hecho por parte de los ganadores afiliados a la Falange. El testimonio de un vecino de un pueblo catalán (Sant Joan de Mediona), Joan Figueras, es bastante claro: Después de la guerra vino el hambre y la miseria, junto al odio y la venganza de los triunfadores. Algunos hombres, por miedo a las represalias, marcharon a Francia y la mayoría ya no volvieron. Otros vecinos fueron condenados a prisión, algunos a muerte y ejecutados. Su detención y encarcelamiento dejó muchas casas, mujeres e hijos sin recursos para poderse mantener. Una de estas mujeres que fue a solicitar a las autoridades ayuda para dar de comer a sus hijos, le contestaron que «una mujer joven tiene muchos recursos para solucionar sus necesidades». El castigo que cayó sobre nosotros, no fue enviado por aquellas imágenes de santos que se quemaron, ni tampoco fue un castigo de Dios. Fue un castigo protagonizado por unos hombres que tenían un corazón muy pequeño y una ánima mucho más negra que la nuestra.

Tal y como señala Sánchez-Albornoz: «En materia de libertad, la cárcel y la calle se diferenciaban solo en grado. España entera -debe recordarse- era entonces una inmensa prisión en la que toda persona tenía sus movimientos restringidos y de la que se salía excepcionalmente».

Pero, para que España fuera una «inmensa prisión», al lado de la estructura represiva era necesaria la colaboración de la Iglesia Católica y de los sectores reaccionarios de la sociedad española. De aquellos que se consideraban vencedores y que, mediante la delación, la revancha, las celosías, … llevaron a millares y millares de ciudadanos delante de los tribunales militares y de responsabilidades políticas. Tal y como se señala en el informe anónimo Sis mois chez Franco: «Uno de los espectáculos más repugnantes de los primeros días eran las colas impúdicas de delatores que esperaban turno en pleno Paseo de Gracia (casa Segura) para destilar veneno en la oficina de denuncias que mantiene Falange de acuerdo con los militares». Estas denuncias, junto al trabajo de las fuerzas policiales y parapoliciales, explicaría «la cantidad fabulosa de detenciones y de condenas que ha dejado Catalunya bajo el reino del terror».

Algunos colaboraron con la represión franquista decididamente y a fondo, son los ejecutores de las palizas, castigos y otros daños a las familias republicanas, son los que denuncian sistemáticamente a sus vecinos en las comisarías de policía, puestos de la guardia civil, ayuntamientos o juzgados. Otros lo hicieron de forma indirecta, bajo mano, escondidos, ya fuese por miedo o por no comprometerse. Pero de la misma manera que existían las redes de delación local, existían las redes formales e informales de ayuda entre vecinos, entre familias, y que ayudaron a muchas familias a superar estos duros años de la miseria y de la represión más feroz del franquismo.

Las mujeres que habían conseguido grandes avances en lo referente a la igualdad con los hombres y a su presencia en la esfera pública durante la República, recibían ahora del franquismo nacionalcatolicista un castigo ejemplar para que volviesen a la esfera privada, a ser esposas y madres obedientes bajo la protección del hombre. Especialmente dura fue la represión contra las mujeres (madres, esposas, hijas) de los encarcelados y exiliados. Ellas padecieron el trato vejatorio de los vencedores, que se aprovecharon de sus necesidades para humillarlas y degradarlas. Las prisiones se llenaron de mujeres cuyo delito había sido el de ser las madres o las mujeres de presos o de exiliados o de haber tenido una determinada afiliación política durante la República, sin que importase que no hubieran militado o que no hubiesen tenido responsabilidades. Fuera de la prisión les espera el control social, los castigos y la degradación pública. Detenciones arbitrarias, abusos sexuales, castigos públicos, como cortarles el cabello al cero o hacerles comer maíz de las gallinas o beber aceite de resina, .trabajos forzados y sin cobrar en las casas de los franquistas y los ricos, etc.

La política económica autárquica del primer franquismo, más allá de su completo fracaso económico, era un elemento complementario de la represión, tal y como señala Michael Richards: «Al aislar el país del mundo exterior, la autarquía facilitó el tratamiento de una España ‘enferma’ mediante un sistema de cuarentena. Tan solo admitiendo el carácter patológico del enfoque que daba la élite al ‘problema de España’ podremos hacernos una idea exacta del significado de la autarquía, entendida como toda una cultura que ordenaba el poder. La autosuficiencia, en el sentido de negación de todo diálogo político, cultural y económico en relación al futuro, constituyó un elemento esencial de la tarea de reconstrucción franquista».

Foto. Fosa común.

Reflexiones finales

Existe una cosmovisión -antes oficial y hoy nostálgica- y una determinada o falsa memoria sobre la Guerra Civil española y la dictadura franquista que tienden a infravalorar o, al menos, relativizar, los procesos de violencia política desarrollados durante ambas, con el objetivo de no considerar la represión franquista como el basamento de la larga duración del régimen dictatorial. Esa ha sido una percepción, heredera de la propagandística franquista, que ha llegado no intacta, pero sí con considerable salud, hasta nuestros días: la de una violencia «proporcionada», «correlativa» a la violencia revolucionaria. La de una violencia, en definitiva, «necesaria», «sanadora» y «justificada». Una violencia que, gracias a la bendición eclesiástica que recibió durante la Guerra Civil y la dictadura, no sería ni cruel ni desproporcionada, sino un elemento más de la «definitiva» lucha entre el Bien y el Mal, entre la Ciudad de dios y los sin dios, la anti-España.

Pero, tal y como hemos visto, de proporcionada, puntual o limitada, la violencia franquista tuvo más bien poco. Antes bien, la violencia fue un elemento consustancial a la dictadura franquista. Hoy es ya imposible pensar en ella sin situar en el primer plano del análisis sus desaparecidos, sus 150.000 fusilados por causas políticas, el medio millón de internos en campos de concentración, las decenas de miles de personas empujadas al exilio, las 300.000 personas que llenaban las prisiones y los batallones disciplinarios de trabajadores durante la postguerra, los miles de maestros y funcionarios depurados, o la miserable represión ejercida contra las mujeres, que llegó a extremos de crueldad como el robo de sus hijos e hijas en las cárceles.

Los vencedores de la Guerra Civil fueron implacables con los derrotados. Ya durante el conflicto, y siguió después del conflicto, en el contexto de un Estado de guerra mantenido hasta 1948, con los Tribunales Militares, los de Responsabilidades Políticas y los de Represión de la Masonería y el Comunismo; con la Causa General, la Ley sobre Seguridad Interior del Estado o la de represión del Bandidaje y Terrorismo, que constituyeron el entramado represivo de la dictadura franquista. Todo ello contribuyó de forma decisiva a la extensión de una sólida cultura del silencio y del miedo.

La España de Franco realizó una inmensa inversión en represión y violencia para vivir después de sus rentas, convirtiendo al país en una inmensa prisión. La represión fue un elemento consubstancial del régimen franquista, desde sus inicios hasta su final y es, por tanto, un aspecto clave en el análisis de la larga duración de éste en su intento de perpetuarse indefinidamente. La represión servía a la vez para castigar a los vencidos, cohesionar a los vencedores y atemorizar al conjunto de la sociedad.

El análisis de la primera represión, brutal e intensa, siguiendo una práctica que ya se había aplicado en los territorios dominados por los franquistas durante la guerra civil, es clave para entender la naturaleza del régimen y su larga permanencia. Un régimen que nació reprimiendo y matando y que murió matando y reprimiendo. Cada vez disponemos de investigaciones más exhaustivas que, partiendo del ámbito local y comarcal, nos permiten una aproximación más completa a los aspectos cuantitativos y cualitativos de la represión franquista, a la vez que confirman, paso a paso, los aspectos generales y su brutalidad y amplitud.

No podemos hablar pues de una dictadura consensuada, si consideramos la brutal represión.

La dictadura franquista siempre se fundamentó en la distinción entre vencedores (adictos) que merecían el premio y el reconocimiento, y los vencidos (indiferentes y desafectos) que merecían el castigo y la humillación. Una división marcada por la victoria en la guerra que legitimaba al régimen franquista. Y así fue a lo largo de toda la dictadura. Por este motivo, la memoria del franquismo es hoy todavía tan compleja en España. Unos quieren recordar, «los vencidos», y otros quieren «olvidar», los «vencedores». Pero, el recuerdo y el olvido forman parte inseparable de la memoria, de las diversas memorias del franquismo y de la represión.

https://www.thefreelibrary.com/La+represion%3A+el+ADN+del+franquismo+espanol.-a0364958459

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